Si bien yo la conocí cuando ella tenía apenas diecinueve años y estaba a pocos meses de cumplir veinte, no cuento ese primer año en el inventario de nuestro amor porque ella tenía un novio motociclista, pendenciero, corredor de autos, peleador callejero, y a mí me tenía como amigo y confidente, no como amante, no todavía, pues yo también estaba en el proceso arduo, tortuoso, inevitablemente doloroso, de romper con mi novio, al que había querido muchísimo, tratando de provocarle el menor daño posible, lo que por supuesto resultó imposible. Cuento el «tiempo oficial» con Silvia desde que le pedí que me diera un hijo, y ella, ajena a cálculos y temores, aventurera, amante del riesgo, bruja y escritora, aceptó el envite. Unos meses después, agosto de 2010, me dijo que estaba embarazada, y nuestras vidas se unieron, fundieron, entrelazaron, creo que para siempre. Siendo que estamos en el séptimo año tan temido, no hay indicios ni señales de que las cosas vayan mal encaminadas, próximas a agriarse o descomponerse. Al contrario, me siento más cómodo y contento que nunca, y veo el futuro con gran optimismo, cosa tan desusada en mí, y no lo imagino ya sin ella, sin nuestra hija. Cuando han viajado una o dos semanas y me he quedado solo en casa, he sido miserablemente infeliz, de modo que las necesito cerca de mí para estar bien. ¿Por qué nuestro amor ha llegado tan saludable y robusto a este peligroso hito o mojón histórico? No lo sé, las cosas del amor son siempre inciertas, misteriosas, tejidas por las arañas minúsculas, invisibles del azar, pero puedo especular, desde luego: mi primer matrimonio terminó en un gran naufragio, con dos hijas a bordo, debido a que, no lo dudo, mi adorable esposa, siempre en mi corazón, quería que yo fuera alguien que no podía ser, es decir un varón bien varonil, un hombre bien macho, un caballero ajeno a los escándalos de cabaret, lo que, por supuesto, resultó imposible, porque cuanto más trataba ella de enderezarme, más me torcía yo; y con mi primer y único novio, fue exactamente lo contrario, qué ironía: él quería que yo fuese un gay bien gay, una señora bien afeminada, una pareja pasiva, sumisa y lista a ser poseída, una mariposita alada que anhelase casarse con él en boda fastuosa a celebrarse en el hotel Alvear, lo que también resultó imposible, qué pena con él, porque, quién lo diría, y yo se lo advertí, en el fondo todavía me seguían gustando las mujeres, también las mujeres, y no podía ser lo que él quería que fuese, alguien completa y totalmente gay. Sin embargo, y esto es lo bueno, entre muchas otras cosas, de estar con Silvia, ella no me pide que sea todo varón ni todo gay ni todo nada, y me deja ser lo que me dé la gana de ser, y no deplora sino que aplaude, celebra y estimula que mi identidad, mis apetencias y mis deseos y fantasías sean capas, texturas, telas de araña, de distinta naturaleza, unas masculinas, otras femeninas, de un género ambiguo, polivalente, todoterreno, que es también el suyo, porque, Dios la bendiga, ella ha conocido el amor con varones y también con mujeres, lo que crea un vínculo profundo, auténtico, maravilloso entre nosotros: ella adora mis rasgos femeninos, yo amo su lado masculino.